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miércoles, 13 de diciembre de 2006

Nosotras

Supongo que el mejor calificativo peyorativo que a uno le pueden decir por exponer ideas extravagantes es el de demagógico. No quisiera, no obstante, olvidarme de otros calificativos dignos del más sabio de los ignorantes: infundado, sinsentido, barbaridad, estúpido o, incluso, alocado. Prevenidos estais, etonces, a lo que el texto os ha de acontecer.
Es necesario, previo discurso, hacer incapié en las personas que detonaron las bases, bien con sus espontaneidades igual de extravagantes, bien por sus colaboraciones a levantar el polvo del olvido y recuperar algunas ideas de ese almacén que antojan llamar memoria. Sea cual sea la pequeña colaboración, espero que los que han de sentirse aludidos no duden en, efectivamente, sentirse aludidos. Y si alguien quisiera, por defecto, sentirse aludido sin realmente estarlo, bienvenido al club, amigo, porque entonces he de comprender que, si bien puede que no compartas las ideas que voy a exponer, tanto menos las has pensado, y por ello aún te considero más especial, si cabe. Sin más dilación, pues, paso a exponer la
jartá de chorrás en las que una se entretiene cuando el sueño decide demorarse en llamar a la puerta...

En las últimas décadas del siglo pasado, las teorías en el ámbito de la psicología social y/o la sociología, infundadas por el nuevo ritmo de la lingüística (Saussure, primero; Wittgenstein, después) y autores postmodernistas como Foucault, entre otros muchos que no quisiera desprestigiar por su anonimato en este texto, dieron rienda suelta a la imaginación recreando unas ideas que bien habían de romper con la linealidad que caracteriza este tipo de estudios. Y es que, ciertamente, cuando los poseedores del saber en determinados campos se emperran en seguir un camino, difícil resulta la tarea de hacerles comprender que existen otras posibilidades más amplias para explicar un mismo hecho.
Para variar un poco en mi elocución, ahorraré tiempo en poner etiqueta, nombre o categoría a la base que reúne todas estas aportaciones. A fin de cuentas, es una palabra compleja y el desmérito de unos autores bastante poco claros en sus exposiciones le quita a una las ganas de hacer propaganda gratuíta. Si bien, emplearé aquello de la regla mnemotécnica y mediante una frase aparentemente sin sentido recordaréis exactamente a qué o quienes me refiero: "
el lenguaje construye el mundo".
Efectivamente, las personas que conforman una sociedad viven inmersos en un algo que les unifica; comúnmente (y no tan comúnmente) es lo que llamamos
cultura. Según la teoría soviética, la cultura es el instrumento mediante el cual el ser humano se desarrolla y socializa, es decir, se integra totalmente en la sociedad en equidad con sus semejantes. La cultura, a su vez, hace uso de artefactos que incluyen símbolos y representaciones y mediante los que, en interacción con ellos, entramos en contacto con la realidad. La cultura, por tanto, es el instrumento que mediatiza nuestras relaciones con la realidad, así como con las otras personas y con los instrumentos, de manera que nos permite interpretarla. Dicho lo dicho, ¿cabría pensar entonces que la línea de influencia ejercida se establecería desde la cultura hacia el individuo?
Centrándonos en las dinámicas de las interacciones y las prácticas sociales, podríamos enfatizar en la consideración de la
actividad como la unidad de análisis básica (Leontie'v) con sus tres niveles: actividad-motivo, acción-objetivo y operación-condiciones. Efectivamente, la actividad ha de estar motivada por una finalidad concreta; ha de poder dividirse en acciones cuyos objetivos particulares movilicen al individuo; y en cuyas operaciones se extablezcann una serie de condiciones. Confieso que quizás haya querido resumir en exceso algo inexplicable en tan pocas líneas, pero quería dejar un pequeño apunte para aquellos que no tuvieran en mente las ideas ni mucho ni poco claras. Observamos, entonces, que la acción cobra una relevancia interesante en estas prácticas sociales, en estas interacciones entre las personas.

Ya desde el estudio del signo con Saussure, el
lenguaje empieza a cobrar un sentido diferente hasta el momento; el lenguaje ya no es tan solo un medio de expresión. Al hablar, las cosas que decimos cumplen funciones en el contexto en el que las decimos; por tanto, con las palabras hacemos cosas, actuamos. Se establece así la relación entre lenguaje, pensamiento y mundo. Además, los significados han de entenderse que no están establecidos a priori, sino que son construidos por los mismos participantes en el transcurso de una conversación: el significado de cada turno de palabra se confirma con el siguiente asumiendo, el lenguaje (en tanto que acción) una función significadora de la realidad, es decir, mediante el lenguaje construimos esta realidad.
Llegados a este punto, cabe recordar como la cultura era el instrumento mediante el que los individuos nos desarrollamos y socializamos para poder formar parte de la sociedad. Enlazando con las últimas ideas expuestas, es el individuo, mediante el lenguaje, quien reconstruye esa realidad cultural inmerso en las relaciones y prácticas sociales. En definitiva, pues, las relaciones entre cultura e individuo evolucionan en un
continuum en el que el uno no puede existir sin el otro, y donde el uno sólo es comprensible a partir del otro.
Ahora quizás se haga más comprensible aquella frase mnemotécnica extravagante que expuse al inicio: "
el lenguaje construye el mundo".

Sólo un ingenuo podría creer en las casualidades y si, de entre todos los autores existentes en torno a estas ideas básicas hemos querido nombrar precisamente a Foucault, cabe pensar que en realidad este texto deja poco trabajo al azar. Efectivamente, en esta exposición de ideas dedicado a aquellos despistados que insisten en comprender el mundo desde la linealidad clásica, Foucault introduce un componente interesante a estudiar o, cuanto menos, a mencionar: el
poder.
Ya Giddens nos definía el poder como "
la habilidad de determinados individuos o grupos para imponer sus preocupaciones e intereses, incluso allí donde otros oponen resistencia". Talcott Parsons, por su parte, consideraba necesario el poder para el mantenimiento del orden social y de la sociedad competitiva. Y es que, en verdad, gracias al poder se mantiene la estabilidad social, en contraposición, eso sí, a la pérdida de libertad, mediante la institucionalización de la vida social (normativización). Es lo que el sentido común entiende como control social y lo que Foucault denomina poder disciplinario.
Entendiendo el
discurso como las formas en que los usos del lenguaje producen significados, éstos se erigen como constructores no sólo de los saberes del mundo, sino de nosotros mismos, como individuos. Así se constituyen las subjetividades mediante las cuales se ejerce el control social o poder disciplinario. Teniendo en cuenta además que, según el autor, el poder es una relación de fuerzas dado que éste sólo puede existir en una relación marcada entre su ejercicio y la resistencia a ese mismo ejercicio, desde la dialéctica entre ambas partes, llegamos al punto exacto objeto de este texto: es mediante la resistencia que se cuestiona el esatatus del individuo y proyecta la búsqueda autoconsciente y conocedora del sí mismo. En definitiva, mediante el lenguaje podemos redefinir, resistir ante las cosas socialmente establecidas.

Hasta el momento es posible que muchos de vosotros os hayáis preguntado del porqué de los calificativos iniciales. Es posible que hasta el momento, cierta coherencia haya reinado en todo lo que he venido a decir. Antes estas preguntas y en el punto en el que nos encontramos, se me hace necesario contaros una anécdota:
No soy una excepción al mundo cuando hago evidente el hecho de contar entre mis amistades con algún que otro ingenioso; y verdaderamente, el ingenio es una de las habiliades que he aprendido a admirar por encima de otras comúnmente mejor vistas. El caso es que me encontraba en compañía de este sujeto, enzarzados en una de nuestras múltiples conversaciones cuyo origen se pierde en el paso de los años. Obviamente, intentando arreglar el mundo. Estaba lloviendo pero las gotas no parecía importarnos excesivamente, hacía tiempo que no nos veíamos o al menos tenía yo esa sensación. Estaba hablándome cuando en un momento determinado, a lo que Freud llamó
lapsus linguae, mi amigo confundió irremesiblemente un "nosotros" por un "nosotras". No es, quizás, momento de explicaciones gramaticales, pero es bien sabido (o debiera) por todos que, en las leyes que regulan nuestro santo lenguaje, el masculino plural es el que propiamente ha de usarse para hacer referencia a una colectividad donde se combinan hembras y machos. Somos "nosotros, los seres humanos" y no "nosotrAs, los seres humanos". Un pequeño gazapo que mi amigo antojó disimular con su elocuente: "¡¡y ya está bien de usar el masculino plural!!". Efectivamente, el lenguaje español es muy discriminativo en comparación con otros lenguajes.
Ahora es donde el texto hace un giro sustancial y donde antes exponía una mera descripción teórica en relación a esa realidad que nos configura y configurable, ahora lanzo un grito en reclamo de una serie de derechos a los que, por defecto y por consecuencia de ser mujer, me ha tocado renunciar. Debo advertir, aún sabiendo que lo más probable es que os lancéis las manos a la cabeza, que no me siento afortunada por vivir en los tiempos que me han tocado vivir;
supuestamente más equilibrados, justos e igualitarios. Y es precisamente por ese supuestamente que lloro mi desdicha. Como mínimo antes las féminas sabían a qué tenían que acogerse y las posibilidades, en realidad, se limitaban a dos: ceder al curso de los hechos, o bien plantar cara con nuevas alternativas, con nuevas acciones reivindicativas, ofreciendo resistencia en términos foucaultianos. Pero hoy es imposible saber en qué orden están las cosas, pues la sutileza con la que se mueven da lugar a dudas. Incluso al más avispado le cuesta percibir que en realidad las cosas van de mal en peor. Seguimos sometidas a la voluntad del hombre y lo que aún es más agravante se supone que hemos de estar agradecidas por los esfuerzos conjuntos de mujeres y hombres que luchan por extinguir esa diferenciación de género. Y es que mientras el mismo lenguaje, con la importancia que ya se ha remarcado, no cambie desde dentro, la realidad seguirá impasible a todo esfuerzo, válido o menos válido, que queramos hacer.
Abogo pues, a estas alturas de tanta verborrea, al NOSOTRAS como pronombre relativo al colectivo donde hembras y machos se entremezclan, en alternancia con el "nosotros" ya tan típico en nuestro idioma. Y cierro el ciclo de este texto tal y como lo empecé exigiendoos (sí sí, exigiendo) a vosotrAs, mujeres y hombres, los atributos bien merecidos de
sinsentido, barbaridad, estúpida y alocada. Buenas noches.