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domingo, 5 de abril de 2015

Caricia de Dioses - Abel

Nunca conocí a mi madre. Según mi padre se desentendió rápido de la responsabilidad de cuidar a un niño, pero eso no me afecta demasiado pues mi padre siempre supo cubrir con creces lo que necesitaba. Él era un hombre de mundo, un tipo inquieto capaz de forjarse su propio destino. Una especie de anticuario que logró una gran reputación y mucho (mucho) dinero tratando con esos objetos de valor que solamente se mueven en la sombra y que se compran y se venden respondiendo a extraños deseos e intereses. Para dedicarse a algo así hay que ser una persona inteligente, culta... y con una moral bastante relajada. Así era mi padre.

Lo aprendí todo de él y sobrepasé sus talentos en muchas ocasiones... como aquella en la que logré salvar la vida corriendo como alma que lleva el diablo, mientras mi padre flaqueaba y caía muerto debido a las puñaladas de un perseguidor que se negaba a "perder" el más preciado de sus objetos: una marioneta veneciana que yo y mi padre nos habíamos comprometido a recuperar para un personaje que decía ser su propietario legítimo. Aquel asesino dio con sus huesos en la cárcel, pero nadie me devolvió a mi padre y nunca más supe de aquella siniestra marioneta...

Cuando semanas después volví a entrar en la casa del asesino hallé las suficientes pistas para entender que las aficiones de aquel tipo sobrepasaban lo extraño y estaban relacionadas con algún tipo de legado ocultista. De algún modo comprendí que ciertos objetos están imbuidos de un verdadero poder que incitan a querer poseer y utilizar. Sin creer del todo en estas historias, me hice muy consciente del valor que eso tiene y me decidí a refinar mi profesión que mi padre me había enseñado. Me apasiona y tengo la esperanza de acabar descubriendo la verdad sobre la importancia de aquella marioneta que me arrebató a mi padre...


Fue así como conocí a Julia, en alguno de los círculos académicos por los que me muevo, semanas antes de nuestro viaje a Sudáfrica. Con mi labia (y con mis labios) conseguí convencerla de que podía ser un excelente compañero de viaje. Le ofrecí compañía y protección a cambio de que ella hiciera la vista gorda con respecto a algún que otro objeto interesante que pudiera vender a nuestro regreso a Europa.

Fuente: Jonathan Delgado