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lunes, 10 de marzo de 2014

Mike, cuentacuentos

Mike era bueno en lo que hacía. Tenía pocos amigos, pero los que lo conocían sabía de su afán de perfeccionismo. Dedicaba horas y horas a hacer lo que sabía hacer, y la práctica le dotaba, si cabe, de mayor maestría. Era bueno en su campo, nadie que se topara con sus creaciones podía negarlo.

Tanto era así que sus historias más de una vez cobraban vida en las páginas de sus cortos libros. Los personajes simulaban tan reales que parecían hablarle al lector y muchos jurarían, incluso, haberles visto guiñarles un ojo. Los textos cautivaban hasta al más desarraigado de la lectura y, como si de magia se tratara, hacían transcurrir las horas como si fueran segundos. Era imposible dejar uno de esos cuentos a medias.

Tal era el esmero de Mike, el cuentacuentos. Siempre iba cargado con su mochila llena de algunos de sus cuentos, pinturas y algún que otro artefacto sorprendente que cautivaba la atención de los más pequeños. Mike era el amigo de los niños, ¡cómo se los ganaba! Como un ladrón, robaba las miradas curiosas de los más pequeños y con su arte embelesaba a los más adultos que se colaban en la sala con el pretexto de cuidar de cerca a sus pequeños. Era la admiración de otros cuentacuentos, que intentaban seguir sus paso con poco éxito.

Mike iba de biblioteca en biblioteca, de centro en centro y de hospital en hospital. Allá donde iba su nombre era recordado muchos años después. Tal era el encanto de este pequeño muñeco.


Hoy Mike duerme profundamente olvidado en algún desván. El eco de su nombre aun suena en los sueños de aquellos que hace treinta y cinco años escucharan sus cuentos. Y Mike también sueña: sueña con salir a pasear de nuevo, ver más niños y contar más de sus historias.