Había
una vez en un lejano y próspero reino una antigua y sabia reina
conocida por todos por su bondad y su buen hacer. En la corte de la
reina vivía también un joven y hermoso doncel del que la reina
estaba enamorada desde el primer día que lo vio.
Sucedía
también que los ciudadanos del reino estaban preocupados, pues su
reina contaba ya sus últimos años de vida y aun no se había casado
ni dejado descendencia. Tal era la preocupación que un buen día el
consejero de la reina así le preguntó:
-
Amada reina, sois ya anciana y sin embargo no os habéis desposado.
¿Acaso no encontráis agradables ninguno de los donceles del reino?
-
Mi querido amigo -respondió la reina,- los donceles del reino son
todos ellos hermosos, sin lugar a dudas, en especial uno entre todos.
Sin embargo, no soy digna de él y no puedo desposarme si no sé a
ciencia cierta que puedo hacer feliz a mi esposo.
Escuchando
esto, un anciano que por allí pasaba se dirigió a la reina:
-
Mi buena Señora, sois bondadosa y justa. Las gentes del reino os
adoran. ¿Qué doncel no podría sentirse amado por vos? ¿Acaso pide
el árbol, la flor o el pájaro permiso para existir? Entonces, ¿por
qué poner barreras al amor? Dejad vuestro empecinamiento por dominar
la naturaleza, coged el camino de la sabiduría y no os apartéis de
él. El amor, en tanto que parte del todo, sabe encontrarse a sí
mismo.
Fue así como la reina se
casó con su doncel y fruto del amor nació una princesa también
noble y sabia en sus acciones que dio mayor prosperidad si cabe al
reino.
Y todos fueron felices
por largo tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué te ha parecido? Déjame tu comentario: