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jueves, 17 de enero de 2008

Cuento ficticio

Enrique y Ana se conocieron una víspera de reyes, en una oscura tarde de invierno, hace un año. La relación entre Enrique y Ana siempre fue curiosa y, como tal, terminó de una forma curiosa. Pero es justo empezar la casa por los cimientos y seguir un orden natural de las cosas...
Era un cinco de enero, víspera del cumpleaños de Enrique. Hacía aproximadamente seis meses que contactó a Ana por medio de una afición que nunca les fue común. En nuestros tiempos Internet tiene la particularidad de incidir en la vida de las personas de una forma cuanto menos curiosa. Los mensajes que se habían intercambiado a lo largo de estos meses eran familiares y confidentes. Jamás intercambiaron una palabra más allá de lo que se podía esperar de una amistad.
Aquella tarde era especialmente oscura; pese al invierno no hacía frío y se podía pasear tranquilamente por la calle sin la urgencia de refugiarse en el primer bar para entrar en calor con un café o cualquier sucedáneo caliente.
Ambos estaban nerviosos pues era el primer encuentro entre ellos y este tipo de eventos siempre generan un interminable sinfín de pensamientos: ¿vendrá?, ¿nos reconoceremos?, no me acuerdo bien de la foto que me envió..., ¿habré entendido bien el sitio donde hemos quedado?, etc. Finalmente, todas las cavilaciones quedaron suspendidas cuando se reconocieron; no así pasó con los nervios aunque estos ahora eran de otro tipo. El primer pensamiento de Enrique cruzó raudo su frente: "¡Qué guapa! Mucho más que en la foto que me envió".
Después de cruzar un tímido saludo, Ana se apresuró a expresar que ella era muy tímida y que no solía hablar mucho. Curiosamente, este planteamiento dio lugar a una conversación en la que Ana intervino dinámica y activamente, quizás movida por la vergüenza, quizás movida por la sensación de comodidad junto a Enrique.
Tras un paseo por las entuertas calles de Ciutat Vella, Enrique y Ana se apearon en un local con personalidad propia, como la mayoría que suele haber en el barrio Gótico de Barcelona, uno de los rincones más emblemáticos de la Ciudad Condal. Si frecuentemente el local estaba lleno, la particularidad de aquel día hizo que pudieran disponer de una mesa en los bancos de la pared. Allí continuaron con una cada vez más animada charla sobre sus respectivos pasados, profesiones, expectativas en la vida...
La tarde pasó y cayó la noche, y las horas se sucedieron rápidamente. Es en estos momentos cuando no puedes evitar preguntarte si realmente un segundo transcurre en un segundo o en décimas de segundo: estaban cerrando; y sin ánimo de abandonar aquella cita que estaba resultando tan entrañable, pasearon por el Port Vell y cercanías. Ya habían adquirido una familiaridad digna de aquellos que conservan amistades ancestrales. Reían y jugaban como si se conocieran de toda la vida, como si fuera una fase natural en cualquier primera cita... al menos en su primera cita.

Al día siguiente y los que se sucedieron, Enrique y Ana mantuvieron el contacto y al cabo de quince días decidieron repetir la experiencia. Esta vez Enrique debía comprarse un portátil y pidió consejo a Ana, pues era una profesional del tema. Se acercaron a las tiendas más populares del centro y rápidamente dispusieron la compra. Después pasearon, fueron a una sesión golfa, y disfrutaron como el primer día.
Sin saber muy bien el momento exacto, se había plantado una semilla que no tardaría en germinar en la más hermosa de las rosas: roja, apasionada, tierna... aunque desesperadamente dolorosa.
Fue así como una semana más tarde, en la fiesta de un amigo de Enrique, se besaron. En el contacto del primer beso se arremolinaron infinitas sensaciones; el mundo desapareció bajo sus pies y a su alrededor; la música dejó de sonar; y de no se sabe bien bien donde aparecieron un coro de ángeles entonando unas alabanzas de amor. El beso fue breve pero intenso, cálido, amoroso. Y le sucedieron más, suaves, apasionados...
***
El humo ascendía ingrávido hacia el techo. Ese era el último cigarro que Enrique fumaba. Hacía tres días que no sabía nada de Ana y ya había comprendido que jamás tendría noticias. La noche anterior le envió un último sms inocente del que jamás obtuvo respuesta. Se había acostumbrado al silencio y ya no le molestaba; conocía lo suficientemente bien a Ana como para saber lo que estaba sucediendo en su cabeza. Sin embargo, aquel era su último cigarro pues Enrique había decidido dejar de fumar. La faz de la tierra se había tragado a Ana y este, como cualquier otro, era un buen momento para iniciar un cambio.A Enrique siempre le parecieron curiosas las formas que el humo de un cigarro podía construir, agitado por las suaves brisas que se pueden derivar de un movimiento. Y a Enrique siempre le fascinó la ansiedad juguetona del humo de un cigarro, y como otras tantas veces anteriormente ese vaivén azaroso le introdujo en sus recuerdos.

La relación nunca fue perfecta, mas al contrario estuvo llena de tortuosos desentendimientos, disputas exasperantes, desencuentros desafortunados... Sin embargo, para Enrique siempre existía un rumor
de fondo cargado de paz. Detrás de cada grito palpitaba el amor y a su memoria siempre acudía una imagen reiterativa en la que Enrique y Ana juntaban tiernamente sus frentes, sus narices y finalmente sus labios. El tiempo parecía detenerse en esos instantes y como si fuera una película a cámara lenta, Enrique y Ana se besaban siempre cálidamente. Después, las manos se enredaban en el pelo para acabar deslizándose por las mejillas y posándose en el cuello. Enrique sentía en el recuerdo el amor de esos momentos.
Pero Ana se había ido.

***
La última conversación fue bastante desconcertante para Enrique. Aquel día salía del trabajo a las 22:30 horas y hasta las 23:15 aproximadamente no llegaba a casa. Había sido un día especialmente agotador y tenía hambre como si no hubiera comido en semanas. En la portería sintió el pálpito de que Ana la estaba esperando en el messenger y rezó para que no fuera así, pues se sentía muy débil y cansado.
Como no podía ser de otra manera, Ana estaba ahí, tras la pantalla; últimamente el messenger se había convertido en el lugar de encuentro para Enrique y Ana. Y como no podía ser de otra manera iniciaron una conversación ardua, difícil, a trompicones.
Hacía dos noches Ana rebasó un límite que ninguna persona debiera jamás rebasar, privando de libertad a Enrique, ajena al diálogo, cerrada a cualquier argumento que la obligara a reflexionar sobre lo impositivo de sus conclusiones. Implacable colgó el teléfono, como otras tantas veces anteriormente, en un arrebato de ira, pero esta vez habían muchas diferencias, pequeños matices que evidenciaban una diferente resolución. Nada volvería a ser como antes.
La conversación fue larga y extenuante y pronto se hizo demasiado tarde. Ana debía madrugar al día siguiente y le pidió a Enrique continuar en otro momento.
- No, no me molesta.- contestó Enrique, consciente de la situación de Ana.
Cuando ya se despidieron, Ana se inspiró y como si hubiera encontrado la luz a un mundo de tinieblas hizo la pregunta clave, la pieza del puzzle para acabar de atar el paisaje de su cabeza. Enrique le había argumentado que si Ana no retomaba una actitud más dialogante, más abierta, sería difícil continuar con la relación. Aniquilar la comunicación, la búsqueda conjunta de soluciones ante los problemas, ante las diferencias, es como aniquilar los cimientos de un edificio. Cualquier arquitecto sabe que en estas circunstancias el edificio está condenado a hundirse y perderse en las profundades de la tierra.
- Entonces para ti, Enrique, ¿cómo estamos ahora?- preguntó Ana.
Tras unos segundos, quizás minutos (horas si nos fijamos en las sensaciones de Enrique y Ana), Enrique intentó expresar algo que acabó resultando fulminante, pero claro esto es fácil decirlo tras la cortina de humo de su último cigarro, pasados los días, sabedor de las consecuencias, y tras haber atado cabos; porque Enrique siempre comprendió la extraña orma de pensar de Ana.
- Resulta una pregunta fuera de lugar en tanto que aún no sé qué es lo que tienes que decir tú. Hasta ahora he hablado desde mi perspectiva y desde ella, si no retomas otra actitud, la relación se hace inviable. Pero insisto en que falta tu opinión antes de tomar una decisión definitiva...
- Comprendo.- resolvió escuetamente Ana -Entonces, ¿no te importa que hoy no sigamos?
- No, no me importa.
Finalmente se despidieron y, conscientemente una, inconscientemente el otro, separaron sus caminos. Al frente ya no existía el mismo paisaje, árido y montañoso para Ana; salvaje e incierto para Enrique. Claro que en aquel entonces, a la 1:30 de la madrugada de un miércoles a un jueves, Enrique no podía sospechar que Ana se estaba despidiendo definitivamente. Sin embargo y sin darse cuenta, su corazón había dejado de latir.

***
Había pasado un año desde que se conocieron y Enrique y Ana decidieron celebrarlo. No se trataba de una celebración en el más sentido estricto de la palabra; era una celebración íntima, diaria, para compartir una fecha especial. Se reunieron por la tarde en el C.C. de las Glorias, un centro desapasionante por onotonomasia, pero que a Ana le gustaba. Ana le había regalado a Enrique unas entradas para "La Plaça del Diamant" de Mercè Rodoreda en el TNC por motivo de su cumpleaños, así que la ocasión animaba a complacer a Ana y fueron al centro comercial. Tomaron unos refrescos en una terraza que sellaron con tiernos besos. Cenaron en un chino que les gustaba a ambos, entre caricias, besos, amor. Y fueron al teatro.
La verdad es que intentar describir la armonía de cada uno de los momentos que se fueron sucediendo en aquella noche mágica se hace difícil si no imposible. La belleza indescriptible de paz y amor entre Enrique y Ana pierde su fuerza al intentar verbalizarla. Sí, se amaron sin reparos, sin barreras, sin consesiones... Un amor que traspasa las barreras de lo carnal, que va más allá y queda tan cerca como el simple hecho de apollar la cabeza en el hombro de un ser querido. Enrique jamás se había sentido tan unido a Ana como aquel día, un día nada espectacular en el que celebraban de una forma cotidiana un día especial.

Cuando acabó la obra, pasearon largo y tendido por Barcelona. Bajaron por la calle Marina para recorrer después la Barceloneta, el Port Vell y subir por las Ramblas hasta Plaza Cataluña. Charlaron como cualquier día, rieron, jugaron; se abrazaron, besaron y acariciaron en cada palmera; y volaron libres por el cielo oscuro de invierno como gaviotas. Sus almas se reían traviesas, unidas, selladas. Y de nuevo el tiempo pasó y les robaron los minutos y las horas.
Se despidieron hasta el día siguiente.

***
¿En qué momento murió el amor?Han pasado 7 días desde que Enrique y Ana convenieron dejar la conversación para otro momento. Enrique lleva 105 horas sin fumar. Ana se levanta triste por las mañanas porque quisiera poderle explicar a Enrique... pero ella cree que es demasiado tarde para reconocer el error, y el orgullo demasiado grande para dejar florecer el arrepentimiento. ¿Quién osa pedir perdón?
Han pasado 11 días desde que Enrique y Ana se amaron sin recelos por última vez.

Hace unos días Enrique y Ana se amaron; ahora sólo queda silencio...