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viernes, 29 de enero de 2010

Tres, tres, tres...

Me imagino el suelo del despacho cubierto de copos de papel arrugado. Bajo su sombrero las ideas no fluyen y emborronan de tinta folio tras folio. Sin embargo, la pluma no deja de moverse al compás del ritmo de la escritura. Su particular arte de escribir para no decir nada.
La mancha de sangre, entre tanto, se extiende sobre el parqué de la habitación contigua. Parece que el corazón aun late lánguidamente, envuelto en papel celofán. Sorprendentemente la muerta muestra una de sus mejores sonrisas revestida para la ocasión.
El borde imperfecto de un vaso de clase media se apoya ligeramente contra el estucado de la pared del vecino. Afirma entre juramentos y maldiciones haber oído un disparo hace escasas tres horas. Tres, tres, tres... Y la mosca queda atrapada entre la superficie de vidrio.
La música sube su volumen y se hace crecer en medio del silencio ensordecedor. El humo aun sale del cañón del revólver de mi abuelo. Como si lo viera, intenta captar la idea el hombre del sombrero en el despacho. Entre libros busca la frase que ha de colarse.
El viento sopla con mayor fuerza y abre la ventana de par en par, permitiendo una violenta danza entre las cortinas. Me permito girar un momento el rostro y contemplo maravillado el movimiento compulsivo y repulsivo del feroz viento.
Sus ojos me miran en violencia reprimida. Y sin embargo, puedo leer sus pensamientos de amor; como justo antes de pegarme un tiro. Ahora sí, expiro. Y mi alma se eleva descarnada en el éter contenido del aire viciado de la casa. Ya no huelo mi propio hedor.

Un daltonismo agudo inunda mi ser. Ya no estoy. Fui. Perecí.


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