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miércoles, 29 de abril de 2009

El espía

Tenía la misión de seguirla para descubrir la identidad de su amante. Había sido pagado por un personaje público de alto cargo; un hombre celoso y con cierto aire malintencionado. Las órdenes exactas habían sido seguirla día y noche pues él no disponía de tiempo entre su elevado cargo y su concurrido harén.

Era un chico joven habituado a este tipo de misiones. Se le reconocía por su eficacia y su discreción. Tenía por norma no implicarse emocionalmente en sus casos; esa era la clave de su éxito, presumía. Para ello se había entrenado duramente en el arte del control emocional.
Se trataba de un tipo más bien solitario pues su trabajo no le permitía compartir su vida con nadie. Con el tiempo se había llegado a enamorar de su trabajo. Vivía con todos los lujos que sus elevadas primas le permitían aunque nunca había presumido de ostentosidad; en el barrio era más bien conocido como un chico muy generoso. Ayudaba económicamente a las familias más desamparadas del barrio bajo la recurrente explicación de que así podía liberar su tensión emocional acumulada. Nadie entendía el porqué de esa tensión acumulada pero conociéndole sabían que era imposible penetrar más allá de las explicaciones que daba; con el tiempo dejaron de intentar siquiera insistir.

La estaba observando detenidamente a través de los binoculares. Tenía una posición privilegiada: una habitación del hotel en frente del restaurante donde esta noche se citaba la chica con un ya conocido desconocido. Como otras tantas veces en la última semana, el tiempo que había transcurrido desde que le fuere encargada la misión hasta ese preciso instante, el acompañante se movía esquivamente como si un ente superior le guiara para salvarle del escrutinio del nuevo vigilante.
Ella sonreía con una de aquellas sonrisas que parecen atraparlo todo. Sus ojos se empequeñecían al reír de forma que se le antojaba divertida. No iba maquillada, su color de pelo era visiblemente natural, vestía de forma sencilla aunque con elegancia. Ningún adorno colgaba de sus muñecas ni de su cuello.
Sí, nuestro hombre de elevado control emocional había caído en sus redes: se había enamorado.


Durante un mes siguió a la chica, le sacó fotos poco profesionales con las que se deleitaba en el silencio de su laboratorio. Su trabajo no era deshonroso pero tampoco profesional. Algo había cambiado en su interior y lo peor de todo es que no se sentía incómodo. Había apostado por ella como nunca creyó que pudiera hacer con ninguna de sus víctimas.
Durante ese mismo mes se obsesionó con el desconocido esquivo que sabía burlarle continuamente. Había probado diferentes estrategias y todas habían acabado en un estrepitoso fracaso. Aquel hombre le irritaba. ¿Quién demonios era?
Pero realmente la pregunta que se hacía, la pregunta que le carcomía el corazón no era otra que la bienintencionada necesidad de saber si ella estaba enamorada de ese hombre. Necesitaba saberlo. Por primera vez su corazón había tomado el control, todo parecía sencillo cuando la observaba reír; excepto, al parecer, resolver esa duda que le comía por dentro.
Deseaba ser ese desconocido y rozar sus manos, acariciar su cuello desnudo, soltar su melena de las ataduras minimalistas que la retenían en un peinado sencillo aunque formal. Deseaba desabrocharle lentamente la cremallera del vestido y dejarlo caer sobre la alfombra de su cuarto. Deseaba observar aquella mujer desnuda susurrándole palabras de deseo, de amor.


De repente el desconocido se levantó rompiendo todos estos íntimos pensamientos. Cogió de la mano a la chica y suavemente la levantó de la mesa. Improvisadamente la chica se detuvo, parecía haberse olvidado algo. Se giró... y miró fijamente. Sus ojos castaños se clavaron penetrantemente en los ojos del secreto espía. Ninguno osaba apartar la mirada. Ella sonrió, él se acercó y le cogió de la mano.

¿Qué está sucediendo?

El desconocido ha vuelto en busca de la chica... busca con cara de sorpresa en el punto hacia el que la chica mira fijamente. No ve nada, no ve a nadie.
Mi corazón se desvoca ante la incomprensión de los últimos minutos. Me miro a mi mismo... no existo, no soy. Miro al desconocido cuyo rostro descubro por primera vez: ¡¡soy yo!!


¿Cómo puedo estar allí si en realidad estoy aquí?

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