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sábado, 4 de julio de 2009

La ciudad sin nombre

El castillo hacía tiempo que estaba deshabitado, quizás siglos. En realidad aquel castillo fue construido en secreto lo cual no dejaba de ser curioso porque estaba en medio de toda una ciudad, en lo alto de un montículo. Desde cualquier punto en kilómetros a la redonda podía verse el castillo, enorme, gigante. Cómo se lo montaron para construirlo sin que nadie viera que se estaba construyendo constituía todo un misterio. Sea dicho de paso que era un misterio que la gente de la ciudad se enorgullecía de poseer. Al respecto se habían elaborado las más exquisitas historias y leyendas para el deleite de los turistas que pasaban por la zona.

La verdad es que el castillo no estaba del todo desolado pues el fantasmita Gerard rondaba entre sus gruesas paredes. Disfrutaba de su soledad en el epicentro del castillo, aunque de tanto en tanto tenía que hacer algún que otro esfuerzo por defender la paz y la tranquilidad de aquella soledad deseada. Al fantasmita Gerard, que le llegaban todas las historias sobre la construcción de su castillo, le fascinaba la capacidad creativa de los humanos. Eran seres curiosos para él aunque también había comprobado que no era prudente estar mucho tiempo cerca de ellos. A menudo tenían manías extrañas que le provocaban al fantasmita Gerard mucho miedo: se pegaban entre ellos, se chillaban, se hacían daño, se odiaban...

De entre todos los pobladores de la ciudad, Anita era la única que sabía de la existencia del fantasmita Gerard. Lo había visto en numerosas ocasiones envuelto en su sábana blanca, dando tumbos alrededor del epicentro del castillo. El fantasmita Gerard, por supuesto, no sabía de la existencia de su espía pues era bien diminuta y su sigilosidad no tenía precio.
Anita era una niña de seis años, espabilada para su edad, con el cabello completamente dorado y los ojos color aceituna. Su piel era blanca y pálida pues padecía una enfermedad de nacimiento que la consumía día tras día. Anita, no obstante a su enfermedad, gozaba de un excelente sentido del humor, era optimista y disfrutaba de las pequeñas cosas de la vida. Con sólo seis años se maravillaba de la existencia de una flor en medio del cemento de las calles. Tenía una paciencia infinita que entrenaba contemplando el arduo trabajo de las hormiguitas que recorrían los pinares cerca de su casa. Muchas veces se olvidaba de comer incluso absorta en estas pequeñas trabajadoras incansables.

Juanchi quizás era la hormiguita más vaga de todas. Conocedor del código había desarrollado toda una teoría del porqué las hormiguitas no debían trabajar tanto y requerían de unos bienmerecidos descansos cada cinco minutos. Juanchi creía que no todas las hormigas estaban hechas para trabajar y que unas pocas de ellas, y en eso era contundente y vehemente, estaban destinadas a cometidos de más alto nivel. Confiaba que algún día el resto de sus compañeras entendieran que necesitaban ser dirigidas por alguien inteligente, con grandes dotes organizativos y productivos para hacer que todo aquel trabajo hasta la fecha descontrolado diera mayores beneficios para todos. Por supuesto, todas tenían que entender que ese esfuerzo directivo requería de unos diezmos importantes para que las ideas y el buenpensar no se le acabaran a Juanchi. Y es que Juanchi era indiscutiblemente la más inteligente y organizativa de las hormiguitas, al menos en su propia opinión.

Luisito era vecino de Anita. Se maravillaba con la piel pálida de su diminuta vecina. Se maravillaba con el quehacer ininterrumpido de las veneradas hormiguitas. Y se maravillaba de las historias que los ciudadanos de aquella ciudad sin nombre habían construido sobre el castillo. Pero con lo que más se maravillaba Luisito era con las arrugas en la piel de su abuela. ¿De dónde habrían salido aquellos pliegues?
Luisito tenía 5 años y era tanto o más espabilado que Anita. También estaba enfermo aunque sus ánimos no eran tan positivos como los de su vecinita. Luisito tenía miedo porque una vez el vagabundo de la ciudad le explicó que la muerte era algo feo, consistente en un recinto lleno en llamas, con diablillos corriendo de un lado para otro y pinchando en los culetes de los niños con sus tridentes afilados; de fondo voces eternas que chillaban piedad, calderas con los restos de niños como Luisito y Anita. Por más la vecinita y la abuela de Luisito insistieron en quitarle tales ideas, tanto más se aferraba a su miedo.

En el infierno, no obstante, disponía el diablo toda su tristeza. Había hecho innumerables esfuerzos por crear un sitio cálido donde los recién llegados se encontraran como en casa. Pero algún ángel traidor le había osado robar las nubes y llevárselas arriba, bien lejos. A sus oídos llegaban toda suerte de historias que hablaban mal de él. Diablo era un ser bondadoso, con una gran capacidad para amar. Había sido creado para enseñar a los humanos el amor, el cariño, la bondad. Pero los humanos le habían dado la espalda a instancias de su propio creador quien empezó a tener miedo cuando vio la belleza de su creación, de las capacidades de ese amor que le había dotado. Creador temió y mandó robar todas las nubes del infierno para subirlas a sus aposentos. Y es que de las nubes pendían los hilos de amor que nutrían a Diablo.
Desnutrido, Diablo tenía siempre el semblante triste, sumido en una melancolía eterna y por más que los ya residentes del infierno intentaran animarle, hacía tiempo que había desistido de su voluntad educativa para con los humanos. Es así que día tras día los pobladores de la tierra se perdían más, lejos del amor, lejos de la bondad, lejos de la verdad de la vida.

¡¡Pobres humanos!!

1 comentario:

  1. En ocasiones el afán de hacer daño de los humanos puede convertir el infierno en la tierra y la tierra en el infierno.
    Es tan triste e inexplicable...
    Sin duda "pobres humanos".

    R.

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